por Bárbara Cáceres
Lo primero que llama la atención del libro La oficina de Felipe Victoriano es el grabado digital de Jorge González Lohse (1965) que se usa como ilustración de portada. El grabado forma parte de una carpeta de trabajos que el artista chileno titula Ejercicios de realidad. En segundo lugar aparece el título, y la imagen que uno se hace con este nombre —la oficina— hace sentido inmediato con los “ejercicios”, sobre todo si se toma en cuenta que lo que muestra el grabado “inscripción voluntaria I” son hileras de militares marchando dentro de un escenario pop mientras que abajo, una muñeca rubia con articulaciones similares a las de los soldados, parece desfilar, o danzar con un cinturón de dinamitas. Entonces, entre el título y la ilustración, la idea que uno se arma del relato va hacia dos lados: los inicios de los años 90, donde “la oficina” del nuevo presidente, elegido democráticamente, pretendía desarticular lo que quedaba de movimientos armados; o bien a lo que menciona la contra portada, la oficina burocrática de la que todos han sido parte en algún momento.
La oficina de Victoriano se formula a partir de cuatro voces que relatan en primera persona a modo de confesión. Estas cuatro voces, de cuatro miembros de la oficina, se rotan cuatro veces en el mismo orden. Sin embargo, el relato lineal configura el espacio de manera aleatoria, y el vacío que dejan algunas confesiones se llena con lo que cuenta el personaje siguiente. Si no fuera por las contadas veces en que los personajes de la oficina se refieren directamente al lector, como si fuera él quien tiene que solucionar el intricado, esta novela traería a la memoria la segunda parte del libro de Bolaño Los detectives salvajes, donde la novela se desarrolla como un juego con la multiplicidad de relatos que por medio de narraciones directas de muchos personajes intenta armar el recorrido de veinte años de los desaparecidos real visceralistas.
Y es que, en efecto, en la oficina, los dos personajes más importantes en la misión tampoco tienen voz propia, son solo la imagen que uno se construye a partir de la descripción de los otros. Porque si bien existe un misterio que al parecer nadie en la oficina logra comprender, lo que el lector realmente arma durante la lectura, es un espacio ficticio, de relaciones subordinadas por “el jefe”, su secretaria y el miedo, un lugar donde todos los personajes parecen andar a un mismo ritmo, y donde basta que uno finja el cambio incitando una posible revolución, para que la desgracia se provoque de inmediato, aun cuando no pretendía explotar ni ser más que una idea en potencia.
El símbolo de tragedia en La oficina son unas publicaciones que nunca debieron ver la luz. De hecho el relato se apoya constantemente en la importancia que tiene el papel impreso, el mensaje, los libros, como si esto fuera la real amenaza al ser literalmente lo que se opone a lo oculto. El libro de autoayuda que se menciona en una de las publicaciones que termina por desarmar la oficina, vale una “suma estratosférica de $35.000, y al preguntarle al dependiente el porqué de tal valor, éste [dice] que el problema era “el lujo”, que tener un libro es un lujo” (p.105).
Por otra parte Ibarra, una de las cuatro voces del relato, intimida constantemente a los demás por ser quien toma notas en las reuniones. Y lo que Ruiz -otra de las voces– recuerda de memoria, dice que “la visibilidad ya no es más un hecho objetivo sino un atributo subjetivo, interior, capaz de vivir en nosotros como un haz de luz proyectándose sobre un fondo desconocido y poderoso” (p.146). Es decir que lo visible sería la imagen representada, la repetición, quizás el ritmo como en la marcha de la portada, pero que no es más que el reflejo de una realidad otra que quizás es, a su vez, una nueva imagen y así hasta un infinito donde finalmente lo apabullante de lo desconocido se transforma en un poder que comanda solamente por una suerte de analfabetismo mental.
Finalmente, lo que el lector de La oficina de Felipe Victoriano termina por configurar es la afirmación de una de las frases que desde afuera acaba con la colusión interna de este centro de inteligencia: “En Chile hay ciertas cosas que permanecen en estado de ignorancia colectiva pero que poseen un carácter explicativo impresionante: el lujo, ciertas enfermedades de carácter mental y la oficina, por nombrar algunas” (p.105).
La oficina
Felipe Victoriano
Das Kapital, 2013
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Bárbara Cáceres Chomalí (Santiago, 1983) es Licenciada en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile y ha realizado estudios de artes visuales (Universidad Arcis), de arquitectura (PUC) y el Diplomado en Edición y Publicaciones, PUC.