por Luis Aránguiz
1990 fue un año que marcó a Chile. Se dieron cambios políticos trascendentales como el fin de una cruenta dictadura y la instauración de un gobierno democrático. Pero también fue un año que marcó a la poesía cuando un día de septiembre, en la calle Huérfanos, Fernández de Castro editor reveló la existencia de una Mansión de Sombras en Santiago. Su autor es Antonio Arévalo, chileno residente en Italia, quien además de escribir este y otros libros, también ha dedicado sus esfuerzos a traducir, adaptar textos al teatro, actuar en performances y desempeñarse como curador de arte.
Mansión de Sombras es una construcción delicada, edificada con palabras, pero también con silencios. Con el lenguaje se construyen espacios, dimensiones que acogen imágenes, sonidos, voces, conversaciones entrecortadas de lágrimas. Es en su interior, compuesto por dos grandes poemas elaborados con una formalidad experimental similar a la cadencia del diálogo, que se albergan las visiones del hablante.
Vestíbulo
Al abrir la puerta de este Libro-Mansión, nos encontramos con una presentación de solapa, especie de vestíbulo, en que Cristián Warnken nos dice: “Antonio es el continuador de una vieja tradición poética olvidada”, una que según sus palabras, nunca llegó a ser oficial. Compuesta por poetas de una “poesía vidente” como Omar Cáceres y Teófilo Cid, en esta tradición se gesta una escritura en que aparecen ángeles, o “esos matices de lenguaje que apuntan a una finura espiritual hoy definitivamente perdida”. Esta Mansión, sucesora de la “Mansión de Espuma” de Cáceres y de las “Nostálgicas Mansiones” de Cid es, como dijo Arévalo al diario La Época el 14 de septiembre de 1990, una “vuelta a enamorarse de la palabra” (36) que se produce luego de haber pasado por el interés en áreas y procesos culturales como el postmodernismo, el nuevo cine alemán y la música. Para Mauricio Barrientos, este re-enamoramiento sombrío mostró “la imagen de una sociedad decadente -occidental-” (14). ¿Será por eso, quizá, que el autor afirmó que la poesía es, de algún modo, “un desahogo” (Constenla 37)? La palabra poética no solo es re-amada, también es una forma de des-ahogarse, recuperar la respiración, liberar el aire contenido, volver a la parsimonia del suspiro. La poesía es una forma de sobrevivir.
Domus Aurea
Este poema, compuesto por 25 cantos breves, es presentado con la siguiente afirmación: “(Poema hagiográfico a manera de narración / o de drama palinódico en diversos tiempos)” (9). Una hagiografía es el relato de la vida de un santo y una palinodia es un texto en que el autor busca desdecirse de lo dicho en un texto anterior. Así, este primer poema tiene una doble significación que puede notarse ya desde el inicio:
“despedazábase el paisaje
Fue entonces que una selva de espinas
Huyó de mi jardín
CORONANDOTE
: divina paradoja:
su cabeza es una excrecencia loca
: QUE EXIJE ser cortada” (15).
Dos imágenes del texto, la de un jardín y la de una selva de espinas que corona a una “divina paradoja”, pueden resultar extrañas hasta que se las entiende como una relectura de la tradición judeo-cristiana. El jardín, en efecto, nos remite al mito bíblico del Edén; un Edén que, sin embargo, está despedazado. La divina paradoja, por su parte, que es coronada por una selva de espinas, recuerda al relato de Jesús y su corona de espinas; sin embargo, se trata de la figura de un cristo cuya cabeza es una excrecencia loca, una cabeza que exige ser cortada. El poema inicia como una negación del idilio atribuido al Edén, colocándolo más bien como un espacio que se quiebra ante los ojos del vidente; inicia como un deicidio: no basta la corona de espinas, ni la cruz −aunque no la haya−, es necesario cortar la cabeza, la locura que hay en ella. Dios, o el hombre que quiso serlo, está loco.
“Domus Aurea” no es cualquier hagiografía. Es la de alguien, “un personaje absolutamente homosexual” (Constenla 37) en palabras de Arévalo, que le dice a otro tomados de la mano y sentados en una tumba: “hay golpes en la vida tan fuertes… yo no sé / golpes como el odio de Dios…” (18). Es en el silencio sepulcral de un cementerio, imagen de la muerte, donde el hablante exterioriza el dolor de un golpe, sentirse odiado por Dios. En el camposanto se verbaliza aquello que en el templo sería blasfemia. Muerte y Dios se entrecruzan en un instante del dolor humano que, no obstante, se vive en compañía de un otro que, lejos de ser divino, es igual que el hablante. Por eso “el otro guardó completo sepulcral silencio”(Ibíd.). Dios, desde su posición superior, es el que habla: El otro, en cambio, es el que calla y acompaña. ¿Será por eso, precisamente, que ha de ser cortada la cabeza de la divina paradoja? Y ante la ausencia de una respuesta al rezo, el hablante dice a un padre: “por eso ahora estoi (sic) aquí / sintiéndome el hijo que éste / abandonó a los hombres” (21).
El santo de “Domus Aurea” no es convencional. De hecho, pareciera ser todo lo contrario a un santo. ¿Qué es, entonces, lo que hace de este poema una hagiografía? ¿Puede ser que todo el desencanto transmitido a través de estas y muchas otras imágenes e instantes del poema, sea una forma de santidad no convencional? Quizá, el epílogo de “Domus Aurea” puede arrojar alguna luz: “solicito los amoríos de Dios / a ver si dibujan estos borrones oscuros / la claridad de sus luces” (23). ¿No podría acaso, esta solicitud, ser una respuesta fragmentaria a la pregunta por la santidad? ¿Y qué puede ser la devoción y el amorío a Dios, en un espacio en que se pide la cabeza de la divina paradoja que es el encarnado y en que “a lo lejos, ex devotos de la santísima /desnúdanla / bésanla / muérdenle los pechos” (21)? Esta es “Domus Aurea”, la Casa de Oro.
Domus Hades
Esta segunda parte, compuesta por 22 cantos, es presentada con la siguiente afirmación: “(Mansión de las sombras / fuente perenne de la vida)” (25). El poema abre con la afirmación “Deberías nacer” (31), invitación que se explica luego con un recorrido poético que devela imágenes y cuestionamientos del hablante, quien pronto explica:
“Ceñidos a la ambición de suelo
hubo de ellos que al igual que él
abrían sus ventanas
Inventábanse
un lenguaje de horas atrasadas” (32).
¿Es acaso el lenguaje de horas atrasadas, un lenguaje anclado indefectiblemente al pasado, un medio que deja entrever la ambición de suelo del ser? ¿Es la ambición de suelo esa pulsión por pertenecer, tener, existir? ¿El lenguaje será, acaso, el invento que tenemos para asegurarnos de que estamos en algún lugar, de que somos en algún espacio? Y ese espacio ¿está siempre condicionado a las horas atrasadas tal como nuestro lenguaje, nosotros? Abrir la ventana: constatar que ambicionamos el estar, inventar un lenguaje para saber que somos. El hablante, luego, pronostica:
“Mañana lloverá sobre estos viejos techos
Y la memoria es vaga
Se acabaron las colecciones infantiles” (33).
Este es el comienzo de un temporal que arrasa con la memoria. Con la imagen, el recuerdo. Se acaba, por tanto, la añoranza. Es, a la vez, el inicio de un nuevo momento para el hablante. En este sueño ocurre un encuentro:
“Luego en la superficie del lago más próximo
Se reflejó su rostro
“no, no te bañarás dos veces
En la misma imagen”
Deliberaron entonces los dioses
Dijeron quién habría de morar
Basural de cruces muertas El silencio inmenso de los cielos” (35).
El agua mengua. Se ven las cordilleras y la nieve se hace río. En este nuevo momento se ha formado un lago en que el hablante, tal como Narciso, puede verse reflejado. Sin embargo, los dioses no quieren que vuelva a gozar de sí mismo. ¿Será este el basural de cruces muertas, el silencio inmenso de los cielos? En la barca de Caronte que navega en un “fulgor de estrellas solas” rumbo al Hades, donde “se vive sin palabras / Se precipita en silencio” (36), no puede haber un reconocimiento del sí mismo. ¿Se puede ser ahí sin el lenguaje? En este mundo pos-diluviano −para retomar la analogía del mito bíblico− en que los dioses han decidido la alienación de sí, el hablante ha experimentado una esperanza en la que “Espejos vencidos por la imagen / Imaginan mis transparentes ansias /me devuelven el eco” (38). Estos espejos reflejan su voz, el ansia de oírse a sí mismo. Ansia de saberse vivo. Esta es “Domus Hades”, o la Casa de Sombras.
Basural de cruces
La casa de oro, ese material precioso y preciado, es una hagiografía del desencanto. La casa de sombras, esa imagen proyectada gracias a los espacios que la luz no puede inundar, siempre des-apareciendo, es fuente de la vida. “Domus Aurea” es un mundo imposible, o lo humano contra el ideal divino, una hagiografía cuyo santo es todo lo contrario a lo que el Dios quisiera. “Domus Hades”, en cambio, es real, es para los griegos “la personificación de la tierra, receptáculo universal de los muertos, pero a la vez fuente perenne de la vida” (43). En ella interactúan los dioses. Es la existencia, sin imposiciones, el ser ahí de todos.
¿Es Mansión de Sombras, como dijo Mauricio Barrientos, la presentación de una imagen de la decadencia de occidente? Muy probablemente, sí. Y junto con ello, es también una forma de presentar el problema de la fundación de lo occidental. Las fuentes judeo-cristiana y griega, pese a ser tan distintas entre ellas y conducir a metas diferentes, sin embargo, conviven juntas. Su punto de encuentro y también de contraposición es, inevitablemente, uno: el ser humano. Es en él que se genera la exigencia de cortarle la cabeza a la divina paradoja, y es a él a quien se le dice que debería nacer para ver la agonía. El límite de “Domus Aurea” es una especie de oración a un Dios, el de “Domus Hades” en cambio es bastante menos religioso −en el sentido de re-ligación del hombre y lo divino−. Así, se muestran dos formas de afrontar la existencia. Puesto de este modo, el último canto de “Domus Hades” cobra especial significancia:
“La falena de la noche
es ceniza desatada
yace
quedará lo dorado en el asfalto
que dejó el paso del martirio” (39).
Lo que queda de esa especial mariposa es su rastro, rastro que es martirio. Dorado, porque pese a todo, es lo que permanece de ella, y reluce en el negro asfalto de la ciudad, del mundo. Y por ser ese rastro lo que queda de la vida de los seres, es que no es necesaria otra cosa para existir, pues alguien que ha nacido no solo ve la agonía, sino también el rastro de la falena. Acaso sea esta una razón suficiente para no perder la esperanza en un basural de cruces muertas.
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Luis Aranguiz Kahn (1991). Licenciado en Letras Hispánicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha escrito sobre la relación entre literatura y religión en medios como White Rabbit (UC), Cuadernos Judaicos (U. de Chile) y Critica.cl. Actualmente cursa la carrera de Derecho en la UDP.
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Referencias
Arévalo, Antonio. Mansión de sombras. Santiago: Fernández de Castro editor, 1990.
Barrientos, Mauricio. “Moltedo y Arévalo”. La Nación, 6 de diciembre de 1990.
Constenla, Nury. “Un poeta de hoy”. La Nación, 14 de noviembre de 1990.
Sin Autor. “Hoy presenta Antonio Arévalo su “Mansión de Sombras””. La época 14 de noviembre de 1990.